La innovación es uno de los términos de moda de la última década, sin duda. Muchos términos van y vienen, suben al número uno pero luego se quedan en un vago recuerdo como la mayor parte de las canciones del verano… Pero «innovación» lleva una década fuerte y ha dejado atrás a otros compañeros que siguen activos pero rezagados (procomún, correo electrónico, emprendimiento, etc.) y a muchos otros que están olvidados aunque algunos floreciesen en nuevos términos y mundos -algo muy propio de nuestro tiempo de innovación: second life, messenger, dvd, ipod u otros aparentemente lejanos como potencia, turbo, tabaco o sopinstán-.
En los años 90 y primeros 2000 la idea de I+D (Investigación y Desarrollo) movía los imaginarios del progreso y de las economías mundiales (seguramente con menos intensidad y compromiso del que hubiera debido), siendo un término que implica considerar inversión económica para producir conocimiento. En la última década a Investigación y Desarrollo se le ha sumado la Innovación (I+D+I), suponiendo, como explican en un artículo de 2007 Alejandro Jadad y Julio Lorca, una estrategia circular en la que la innovación moviliza recursos (fundamentalmente humanos) para producir plusvalía, es decir, la innovación permite cerrar lógicas entre economía y progreso poniendo en el centro a las personas, personas que intercambian ideas, conocimiento, energía y, seguramente, afectos, para que ese conocimiento emergente produzca valor.
Conexiones Improbables es por ejemplo un programa paradigmático en el mundo de la innovación de la última década, y desde 2010 (con varios autoprecedentes previos) desarrolla una agenda que remezcla prácticas artísticas y creativas con contextos empresariales para permitir que un cambio disruptivo emerja posibilitando la incorporación de nuevos valores en los entornos en los que se ensaya. Este modelo de innovación abierta es precisamente «abierto»; la propia condición y objeto de la innovación se definen durante el proceso, y a veces la plusvalía resultante del proceso será afectiva, otras incrementará ciertas eficacias, o dará mayor visibilidad, o mejorará la calidad de vida de los miembros de la comunidad empresarial… En este modelo solo cabe por supuesto el riesgo, y por tanto, el fracaso, porque el fracaso es la mejor herramienta de aprendizaje y mejora posible.
En Medialab-Madrid con anterioridad desde 2002 y en Medialab-Prado desde 2007 se lleva ensayando la cultura del prototipado dentro de laboratorios de innovación colectiva, compartiendo estos mismos principios. Uno de los grandes retos de Madrid Escucha es poder extender esta idea de espacio de innovación a una ciudad capaz de impulsarse a sí misma empujando hacia la realidad las ideas y sueños de sus ciudadanxs, deseos que al compartirse cambian, mutan, se remezclan y evolucionan para mejor. En realidad estos principios de innovación bottom-up o interna se dan desde hace algunos años en numerosos contextos empresariales donde se ha entendido que hay un conocimiento equivalente a innovación latente en cada uno de los trabajadores de dicha comunidad, y que puede ser activado mediante dinámicas adecuadas revirtiendo en la empresa (y digo «adecuadas» en dos sentidos, que eviten cierta perversión latente en estas premisas, o que permitan que efectivamente se activen esas energías latentes). Estas lógicas habitualmente alineadas con la rentabilidad resultan emocionantes si se abren y transfieren a contextos públicos con otros objetivos como podrían ser la mejora de la calidad de vida en nuestras ciudades o la ideación de futuros urbanos más participados y sostenibles.
Una idea interesante del concepto de «laboratorio» es cómo ha evolucionado la lógica del mismo trascendiendo la imagen arquetípica que tenemos de un espacio cerrado donde un investigador entrega su alma a la ciencia (el modelo de finales del siglo XIX o inicios del XX propio por ejemplo de los Curie). En realidad este modelo de laboratorio y por tanto de innovación cambió a mitad del S. XX hacia otro diferente, el del gran complejo de investigación (el laboratorio como gran ciudad hiperespecializada y tecnológica). Sin embargo en las últimas décadas, como apunta Peter Gallison en su artículo «The architecture of science», también el laboratorio, como la propia sociedad, tiene tendencia a operar cada vez más en red, en nodos distribuidos donde la clave no está en cada probeta sino en la suma de personas y prácticas experimentales coordinadas. Este principio evidente en la ciencia clásica y en los movimientos sociales podría articularse perfectamente en el espacio de la «ciencia ciudadana». En este sentido, Madrid Escucha ha supuesto una experiencia prionera esperanzadora para, junto a otros laboratorios, experiencias y comunidades afines, poder seguir posibilitando que Madrid sea un gran laboratorio de ciudades del futuro y de futuros para las ciudades, donde sociedad civil, entidades culturales, tercer sector y administración pública trabajen, aprendan e innoven juntos. Y como toda experiencia pionera, lo mejor está por llegar.